viernes, 1 de octubre de 2010

Juancito *

Sábado, diez de la noche y el pequeño termina de lustrar los “Fulvencito” por tercera vez. Mamá cocina ravioles con salsa mientras papá mira deslumbrado sin poder creerlo, el potente cabezazo que el “Pampa” Biaggio estalla en el travesaño que da al riachuelo, en la bombonera. Minutos después el partido termina empatado.

Juancito acomoda por enésima vez el bolsito rojo con todos los menesteres, los botines que de tanto brillo parecen la cara de Mirtha Legrand, piensa con una sonrisa única, las vendas más blancas que cualquier publicidad de jabón líquido, las canilleras, el Átomo desinflamante, y en un bolsillito lateral ubica las ilusiones, que son tantas que casi no entran. Hasta que el cansancio y esas ilusiones de niño, se tienden con el sueño.

Domingo, nueve de la mañana. Una vez en el micro todo es alegría, los chicos emulan a las grandes hinchadas argentinas con cánticos –volveremo volveremo volveremos otra vezzzz…-

Ya en 25 se respira nuevamente el olor a pueblo, árboles que inundan de oxígeno los pulmoncitos de los pequeños que inhalan por a través de la ventanilla abierta del viejo colectivo, Felices y cristalinos de amateurismo.

La charla técnica, que más que charla es la enseñanza de un profe. Los ojitos brillosos de los “infantiles profesionales”, cosquilleo en la panza, y el salir a la cancha a jugar la primer final de sus vidas.

Mucho pelotazo en el primer tiempo, los centrales de ellos sacan todo lo que se cruza, incluso se comenta que el 6 contrario casi cabecea un pájaro.

El segundo tiempo arranca mal, a los diez minutos una pelota en cortada a lo “Canario” Oyhanart en sus primeras épocas de La Lola, el 9 que queda solo y define cruzado, 1 a 0 para ellos.

El tiempo pasa ya van casi treinta, y Juancito sigue firme en el banco mirando al técnico. La cara de pequeño extasiado por las palabras del profe al llegar al estadio, cambia radicalmente a la de resignación y odio. Cuarenta y cinco minutos del segundo tiempo, ya no hay nada que hacer, y el técnico que con un gesto adusto lo llama a Juancito. Tiro libre a 25 o 30 metros –Pegale vos 15- dice.

La pelota no besa el travesaño, sino que como un ave que busca su derrotero queda inerte en la red, pegada por ese instante, para siempre.

Juancito mira el banco mientras levanta sus brazos, posa sus ojos en la figura del entrenador, y con sus manos rodeando sus sienes le dedica un “Topo Giggio”.



* Este relato salió en la edición del lunes 25 de septiembre en la revista local "El Clásico"



Por Agustín D´Alessandro

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Yo-yo

Mi alma decide abrir la portezuela del cuerpo que la acuna y se sienta a su lado. Lo mira, lo contempla con sus ojos de espíritu y entiende que juntos forman esa unidad sustancial que es mí ser.
Mi cuerpo por su parte, utiliza sus sentidos y la advierte con vista de humano. Observa el aura mágica que la recorre, constituyendo una figura imposible de explicar en palabras, imágenes o representaciones de estas.
Después de permanecer así un tiempo inconmensurable (que sólo ellos conocen). Deciden comunicarse a través de un dialecto significante por símbolos creados para ese único momento. El cuerpo comienza confesando que lo inquieta no saber sobre la veracidad o no de lo que sucederá después de la muerte terrenal.
El alma sin embargo considera que su entidad es trascendental y que la espera en paz por la llegada de lo que llama “otra vida”, no es tema de preocupación alguna, debido a su condición de tal.
Allí el cuerpo interrumpe al “ánima” en su monólogo, acusándole de egoísta, pues claro, el perecerá como perecen todos los elementos capaces de pudrirse en el infierno, piensa.
Seguidamente el alma lo abraza recubriéndolo, celestial, hasta convertirse nuevamente en un módulo existencial, y reflexiona –después de todo, mas hoy que mañana sabemos que estamos vivos-.

Por Agustín D´Alessandro

viernes, 10 de septiembre de 2010

Final del miedo

Ni bien cerró la puerta cayó desplomado por el terror, es que aún en su pensamiento la mirada del animal permanecía inmóvil. La traición, la contemplación asesina del felino blanco. Y la respiración agitada, el peligro que cesaba de a poco.
Ya desde pequeño temió a los gatos, además de a las víboras claro. Y ahora que tenía quince años y se sentía más fuerte que “Heman” en muchas oportunidades, no podía contra ese escalofrío que le subía desde los talones hasta la punta de los pelos.
Una vez que el corazón dejó de golpear como un martillo se dirigió a su habitación y permaneció boca abajo en su lecho, hasta que el sueño le ganó la batalla cotidiana.
Ya por la mañana el muchacho se levantó y desayuno como lo hacía todos los días, dos tostadas con mermelada y un café con leche bien caliente. En la escuela no escuchó a los profesores (como siempre), pero en vez de dejarse llevar por obras de teatro fantaseadas en el momento, o charlas imaginarias con personajes muertos, pensó en la mirada asesina del día anterior a las once de la noche afuera de su casa. Pensar en el fin lo apenó. Todavía era tan joven para morir, aparte esa niña del pueblo vecino que lo tenía tan enamorado, y la vida junto a ella y los hijos, y viajar por el mundo. Y sus padres y amigos, además del fútbol y los libros.
Descartó la psicóloga una vez más, no me gusta hablar con otros humanos, prefiero a mis amigos invisibles se dijo. Y así pasó la mañana y retornó a su hogar.
-Qué ricos ñoquis Má- gritó minutos después, y su madre sonrió con su sonrisa de madre.
A la tarde mientras se prestaba a salir a jugar al fútbol con sus amigos, observó que desde la casona abandonada frente a su ventana se podía ver nítidamente al enemigo, con sus patas musculosas ronroneaba frente a un resto de pescado podrido, con la piel blanquecina, hermosa y feroz. Ni bien el gato le clavó los ojos como garras en los suyos, el muchacho comenzó a temblar. Tirado en el piso con un símil ataque de epilepsia estuvo varios minutos, luego se reincorporó.
Salió hacia la calle con la mirada perdida, cruzó de vereda mientras el felino desgarraba las escamas con violencia. Se detuvo a pocos metros, lo repasó con sus ojos devorando el cuerpo del animal con la vista. El gato se paró sobre sus patas erguidas, el pelaje se volvió de acero, y en esa lucha de poder la tierra se abrió como una fruta madura, después de todo esa era zona de sismos frecuentes.



Por Agustín D´Alessandro

jueves, 2 de septiembre de 2010

Habráse visto

Lector, no se le ocurra siquiera pensar en “ojear” nuevamente las líneas que aquí exhibo, no es una amenaza, sino que anoche tuve un sueño espantoso donde todo aquel que leía un texto por segunda vez en su vida, se volvía poeta, o intelectual al menos. En ese reino representado mientras descansaba, todos eran inteligentes, no existía ni un solo idiota que se vanagloriara de su calidad de tal.

Los bebés por ejemplo, en vez de aprender a decir mamá como primera palabra, gritaban “bella señora que me acuna entre sus senos de cristal, por favor, déme un sorbo de su dulce elixir blanquecino”. Y las madres sin inmutarse respondían ante la inigualable solicitud. Claro que UD, consumidor de esto ya escrito pensará, si los bebés nunca han leído nada como puede ser que se hayan vuelto eruditos, yo humildemente respondo como dicen las ancianas en aquel pueblo “dicen que viene en los genes, dicen…” Nota: los ancianos hablaban así, el relato es mío y hago lo que quiero ok?, aparte es un sueño…

Otro ejemplo de la excelente expresión del lugar, se daba cuando un vecino pedía a otro un simple terrón de azúcar, interrogando “Las hierbas de mi té necesitarían fundirse con la dulzura de un cubo acaramelado ¿podría cederme uno de los de su tienda humilde gran señor?, a lo cual el segundo asentía “válgame el creador, compañero de tertulias y otras empresas mi tesoro es también el suyo, tómelo”, ofreciéndoselo.

Todo giraba en torno a “las luces” en esa aldea de fantasías, hasta que ocurrió eso otro.

Cierto día llegó al poblado un joven de unos veinte años que lo único que gritaba los cuatro vientos era “fierangas, nadie se copa y me tira un sangu que vengo pateando desde hace rato, ah! y una fresca plisssss, dale…”, lo pobladores fueron saliendo de sus casas, lentamente, caminado con libros en sus manos, con juegos de ingenio los más pequeños. Rodearon al visitante, varios alzaron contra este un pequeño Larousse ilustrado, repitiendo al unísono “vade retro satanás”, a lo cual el muchacho respondió “que limados están estos bonchas”, y me desperté (o se despertó)…





Por Agustín D´Alessandro

martes, 24 de agosto de 2010

Realidad Ficcional

La tenue luz del velador lo acompaña en su soledad muerta mientras escribe hasta desgarrar las páginas con su pluma. El protagonista entre las hojas despedazadas cobra vida, sale del cuento y el autor ya no sabe bien quién es. Escapando como un duende tras el escritorio el personaje principal de la obra prepara la embestida. –Ya no te pertenezco mediocre narrador, esta vez tu pluma superó lo que eres y así prevalecí a tu imaginación-.
Nervioso el autor cree haberse vuelto loco, va hacia el jardín mira el mismo cielo que ayer y eso lo tranquiliza un instante. Retoma metódicamente el camino hacia la biblioteca paso tras paso, con la mirada perdida entre las amapolas y los ladrillos raídos del cuarto de atrás.
Al entrar, el pequeño protagonista lo observa de soslayo reposando entre un Manual Santillana de 7mo grado, y lo interroga -¿Qué ocurre escriba de cotillón, tienes miedo o piensas que esto es simplemente un sueño?-. Mientras el punzón como un misil ruso teledirigido destroza el cráneo del humano. Risotadas de pequeño diablillo, y el capítulo que se cierra.


Por Agustín D´Alessandro

miércoles, 4 de agosto de 2010

Complejo de Edipo

La pregunta inquieta al pequeño mientras deleita sus ojos con muñecos malditos que luchan entre sí en sus infantas manos, la mamá lo interroga sin sospechar si quiera la presión de sus palabras, como si lo que le dirá segundos después, fuera inocencia pura, como la de su hijo -¿qué querés ser cuando seas grande?- El pequeño contesta desganado y sin mirarla, -médico cómo papá-. La sonrisa explota en el rostro de la madre satisfecha y repetida. Como si la respuesta fuera natural, tanto como que el niño deba elegir el mandato paterno. “Mi hijo el doctor”, piensa embadurnada de orgullo artificial.
El tiempo transcurre entre efímeras gotas de agua y soles que adornan el arbolito, llamado esta vez mundo. Aquel niño de siete años, es ya un hombre. En un jardín florido de zona norte, la madre comenta feliz las mentas de su hijo Horacio jr. (Como le gusta llamarlo mientras toma el té con cinco amigas que nunca lo serán).
-Sí, no sabés, mi hijo estuvo en un congreso en Emiratos Árabes y presentó su investigación sobre la “microscópica capacidad de razonar, que se da en las personas cuyos círculos íntimos se reducen a unos pocos miembros aristocráticos, y que la única preocupación que tienen es fiscalizar desde atriles etéreos la “otra humanidad”, a la cual no pertenecen”. Yo no entiendo bien a qué se refiere- confiesa sin respirar ni bien termina su exposición. Pero me contó que había más de quince mil profesionales (tal vez quiso decir personas) de todo el mundo.
Domingo, almuerzo familiar en la casa de los Gómez Rodríguez Pérez de Sánchez. La gran mesa teñida de blanco marfil, copas de cristal que se rozan, sushi, miradas impúdicas entre familiares políticos –tin, tin, tin!!!- se oye el sonido celestial y Horacio Jr, por primera vez en treinta años pide la palabra, los comensales perplejos, atónitos beben grandes sorbos de vino.
-Hoy es un día especial al ser el cumpleaños de mamá, y por eso quiero hacer un anuncio también muy importante- relata. –Todos saben que para mí la familia es algo realmente significativo y vital, tanto en mi carrera profesional (primero), cómo en la faz personal.
Una sombra cenicienta envuelve la mansión, el tic-tac constante, infinito, manifiesta el sonido del silencio humano, la última mirada inquisidora y el tiro que encaja perfecto en la sien del muchacho, momentos después la madre reposa amarrada a los pies de su hijo, para siempre.

Por Agustín D´Alessandro

jueves, 29 de julio de 2010

D.N.I. (Dios No Identifica)

10 x 7 cm. de verde militar. Hojas y más hojas, plastificadas.
Números, datos, nombres y direcciones. Cómo si la vida fuera eso. Cómo si la muerte fuera no poseerlo. Indocumentado es sinónimo de “delincuente, de turbio personaje por estos tiempos”. Ignorancia en masa del pueblo que piense así. También existe el que intenta reflexionar por y para sí, llegando muchas veces a la no tan notable conclusión, de que “construcciones sociales son las que guían millones de almas al matadero”. Y que el hecho de no poseer un documento (por la razón que sea), nada tiene que ver con la bondad, dignidad, o maldad de las personas. Tampoco es la herencia genética (sépase).
Situaciones sociales de violencia y exclusión, cultural, económica, y mil etcéteras. Y sino que se justifiquen esas señoras refinadas de “tegobi hitleriano”, cuando ven por TV un protagonista que confiesa tener a su madre y hermanos perdidos por “el Paco”, mientras relata que no tiene un mullido sofá de terciopelo, sino que su living se compone de escalinatas públicas y su dormitorio siempre diferente es algún porche de un edificio ocasional. Atérmicos inviernos hasta donde los huesos aguanten, o la sangre se hiele.
Este es otro tipo de “documento”, el cruel y real. De cartones que sirven cómo motor de mini economías soslayadas, pero también que auspician de frazadas por la noche. No de pasaportes o visas para ingresar a tal o cual país, sino de hambre que es universal.



Por Agustín D´Alessandro

mas fotos de salta