miércoles, 4 de noviembre de 2009

Mi niñez

Nadie, sólo nosotros que salíamos a “conquistar el mundo”, de pasto, de bicicletas, de pelota, de tierra, de rostros colorados por el sol de la tarde.
A la hora de la siesta comenzaba la vida, era llegar rápido cada cual a su casa, dejar la pesadísima mochila, comer velozmente lo que mamá había preparado para el almuerzo con manos únicas, y su amor inigualable.
Y ahí sí, con el último bocado pidiendo permiso, con la cara empapada de falsa santidad, y de verdadera inocencia, papá aprobaba nuestra salida hacia la aventura diaria.
El timbre, un grito, o el simple chiflido con dos dedos en la boca, bastaban para que en pocos segundos nos encontráramos reunidos todos los niños, nadie se encargaba de llamar a los demás, sino que cómo en una comunión, cada quién conocía su rol y actuaba casi innato. Remeritas descoloridas y viejas, zapatillas sucias, pantalones cortitos, junto con el inmenso e inalcanzable cielo, y risas agudas se apoderaban de la tarde.
Pan y queso resolvían la cuestión, - vos vení para acá, ustedes vayan para allá-, y cuando queríamos acordar, nos encontrábamos divididos en equipos, poblando el “campito”, para comenzar una nueva final del mundo. Los rostros de chiquillos adorables se transformaban en caras que intentaban ser desafiantes, aunque los cuerpitos desgarbados, flacos, revelaban nuestra infantil forma de querer ser grandes. Lo que creíamos era el orgullo, estaba en juego.
Más de una vez esos partidos terminaban porque o a “Marito” lo llamaban para tomar el té, porque un auto reventaba nuevamente la pelota, o porque “Tincho”, “Yaca”, “el Negro”, “Armandito”, “Tavo”, “Pablito”, “el Pira” o quien fuera se agarraban a trompadas, dejando de lado la amistad incondicional. Por un rato, ya que cuando terminaba ese momento de riña, todos y cada uno, éramos igual, o más amigos que antes.
La leche chocolatada con galletitas, el yogur con cereales en lo de “Pali”, el pan con dulce de leche en lo de Bernabé antes de caminar para la escuela.
Y la casa abandonada. Refugio de posibles, fantasmas, o de señora mayor que vive sola, tenebrosa, con vestidos de abuela, pero más usados, raídos y grises. Con cabello hecho ceniza, con mirada penetrante y triste. Contraria a nuestra felicidad, de piedras contra su techo de chapas, de gambetas a su manguera con la cual intentaba mil veces mojarnos. De ring raje por el barrio, de golpes a la ventana de Pablo, quién nunca salía a jugar. Y pablo con su látigo, y con su ira, nos corría, presto a pegarnos, y nosotros que gritábamos y corríamos más fuerte que nunca hasta la vía, o lo más lejos posible con el sudor, y la risa llenándonos la infanta humanidad.
No reparábamos en el reloj, salvo los primeros días cuando algún pariente, o mi tía Gladis, me lo regalaba, era mostrárselo a los chicos, descifrar los innumerables botones, y listo. Ese aparato ya había cumplido su papel. El tiempo era eterno, nuestro.
Y que bien lo utilizábamos!!!, aparte del fútbol mil actividades preñaban los jornales, andar millones de kilómetros en bici, y hasta construir chozas. Ahí sí, la imagen femenina de mi hermana auspiciando de arquitecta, y al cabo de unas horas, teníamos refugio, satisfechos por la labor, observábamos la construcción desde todo punto posible, y disfrutábamos en el interior de la vivienda, hasta que otra mentecita genial, ideara algo nuevo. O hasta que llegara la noche, inalcanzables estrellas, prendidas, cómo nunca más lo estuvieron, refulgentes extensiones de luz infinita.
Y la voz firme, -Chicos adentrooo!!!, mamá o papá qué importaba, si igual se terminaba el paraíso, cansinos, entristecidos, y mugrientos retornábamos a nuestras casas. Otra vez la comida, el horrible baño. –andá vos primero, ayer fui yo-.
Y la cama, fresca, y el corazón cálido, interminables imágenes de lo vivido se cruzaban por mi cabeza. Que porrazo se pegó Adriano!!!, no me puedo errar ese gol, que burro!!!. Los ojitos bien abiertos en la gigantesca oscuridad del cuarto, con la puerta abierta. –Agustín dormí, dale que mañana tenés que ir a la escuela-. Minutos para evacuar esas imágenes que se habían apoderado de mí, y los deberes otra vez sin hacer. La culpa, -Má, Pá, que sueñen con los angelitos-, segundos eternos, y desde la otra habitación al unísono–Vos también hijo que sueñes con los angelitos-. Las persianitas de piel se cerraban derrotadas…

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