lunes, 4 de octubre de 2010

Hay que estar muerto nomás

Dice mi imaginación, que cierta vez en algún lejano poblado de una provincia de cualquier país, existía un hombre tan pero tan solitario que muchas veces se confundía con su propia sombra.
Este personaje se paseaba por las calles recitando frases de amor a las señoras, chistes a los pequeños y arengas a los más pesimistas de los pobladores de aquella región. Sin embargo nadie le prestaba atención, o mejor dicho sí, porque cuando se acercaba a una dama que estaba regando, para comparar sus atributos físicos con los pétalos de la más bella flor, esta le atizaba un chorro de agua empapando su saco raído y percudido, incitándolo a marcharse tieso de frío (en invierno), pero con la sonrisa de libertad que tienen los vagabundos. O los niños cuando lo corrían con ramas para pegarle, tradición que pasaba de unos a otros, por años.
El hermano del errante poeta, era el alcalde de la villa, y su perfil de hombre elegante y reconocido, poco tenía que ver con la desfachatez de su pariente cercano.
Entre tertulias, inauguraciones y palmadas de alabanzas, el funcionario fue feliz. Incluso viajando por el país y prometiendo traer “el progreso” en las más humildes chozas de cartón. Mientras las caritas tristes de los habitantes esbozaban esperanza, adornada y efímera por las palabras del gobernante. Que luego se marchaban como siempre en su coche oficial, junto con el político.
Relata la leyenda (que acabo de inventar, sssshhh!!! No le diga a nadie lector/a), que los hermanos eran los únicos que no sabían de su lazo sanguíneo. Todo el pueblo conocía la historia pero nadie se animaba hablar, mas que nada para proteger la imagen del alcalde.
Cierto día, pongámosle el 15 de junio del algún año, se produjo un hecho único en el poblado antes nombrado, los hermanos murieron producto de un ataque al corazón a la misma hora y cruzándose en la esquina de la plaza principal. Cuentan unos testigos del triste evento que antes de caer muertos, los hermanos se miraron e intentaron decirse algo en un idioma indescifrable.
Después hubo ceremonia de despedida para el alcalde, todo el pueblo salió a despedir el cortejo fúnebre, entre aplausos y lágrimas vitorearon su nombre. El otro en cambio, el vagabundo, fue cremado en un horno de panadería abandonado por unos pocos conocidos, -más que nada para que no quede olor a podrido- dijo una vieja.
En un sueño días más tarde, alguien me narró que allá arriba los esperaba alguien con los brazos abiertos, y que saludó a los dos por igual.

Por Agustín D ´Alessandro

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