miércoles, 6 de octubre de 2010

Probaste con...

La pantalla apenas ininteligible entre colores, sinuosas curvas (siempre peco de redundante), flashes, muchísimas más curvas, y monólogos expuestos al aire (en el aire), que pasarán con pena y sin gloria demostrando el valor de la ¿inmediatez? Al menos hasta mañana.
Tomo nuevamente el mágico aparatito que me conduce hacia ficticias realidades, vale aclarar, insospechadas no tantos años atrás. Allí un hombre esbelto con la cabellera libertaria, y actitud tenaz muestra su “conejillo de indias” (esta afirmación no es al azar). Hoy le tocó a Descartes dirá, aquel filosofo que se permitió dudar hasta de Dios, para analizar el porqué de las cosas. Y entre ejemplos mundanos y frases llegadoras (cómo diría José Larralde), aquel valiente intentaría el milagro, que la filosofía se mediatice.
Pero mi mano y mis ansias globales (o globalizadas que es más triste), no permitirían detenerme en ese sub-mundo más que 5 minutos, así el dedo inquisidor siguió su cauce liberal, para desembocar en un raro sonido repetido a escala, cómo si las canciones fueran una sola de infinita duración, cómo si el interprete fuera por ende uno solo, variando la figura, y la contextura, no así la voz que en caso particular era lo que mayormente perturbaba.
Después de un largo rato de que mis sentidos sintieron el frenético clamor tropical (hasta aprender tonos y letras a rabiar), nuevamente las neuronas (con mucho esfuerzo) hicieron sinapsis, y ello se tradujo en que el “fetiche inmaculado”, se decidiera a andar, sin rumbo fijo, por unos instantes navegó entre explosiones visuales, voces, sonidos, risas, llantos…
Y allí la sorpresa fue total, era cómo que el mundo, al menos ese que me tocaba ahora. Se presentaba ante mis ojos (¿parodiado?), paso a explicarles que los personajes eran bien parecidos (qué frase correcta aunque no sepa bien su significado). El escenario se presentaba así. Un puñado de hombres vestidos uniforme y millonariamente. Y del otro lado, a kilómetros del pedestal, cómo siempre la masa también uniforme, pero sin dinero.
Milagros, aceites y promesas vanas, de los primeros juraban mejorar las desdichas, las soledades, y los tormentos de los otros, todo siempre al módico precio que los primeros impusieran. La sociedad reunida, mancomunadamente presentándose ante los dioses terrenales, que oficiando de gobierno, y con el alma límpida de gloria guiaban el ganado hacia el matadero. Justo en ese instante zas!!!! Un bajón de corriente apagó mi tele, sin pensarlo demasiado me levanté impávido, con una sola idea, sí encender nuevamente (y lo más rápido posible) el televisor. En el trayecto a realizar tamaña tarea se interpuso ante mí Rayuela, la novela de Cortázar, la cual de a ratos iba leyendo sin mucho empeño.
Es increíble que una tarde más, logre desafiar a cada persona imponiéndole a pensar en lo que cada quien quiera ser. El diablillo malo, y el bueno se me posaron en cada hombro endulzando mis oídos (respectivamente cada uno el suyo), con placeres, y demás frutas, sin permitir la permanencia de los grises, o esto o aquello me dijeron casi en una sola voz. Dos chasquidos, casi imperceptibles me libraron de esos pequeños inquisidores, y me fui silbando bajito escuchando a Larralde, eso sí en mi nuevo Mp (no se que número).


Por Agustín D´Alessandro 2008

lunes, 4 de octubre de 2010

Hay que estar muerto nomás

Dice mi imaginación, que cierta vez en algún lejano poblado de una provincia de cualquier país, existía un hombre tan pero tan solitario que muchas veces se confundía con su propia sombra.
Este personaje se paseaba por las calles recitando frases de amor a las señoras, chistes a los pequeños y arengas a los más pesimistas de los pobladores de aquella región. Sin embargo nadie le prestaba atención, o mejor dicho sí, porque cuando se acercaba a una dama que estaba regando, para comparar sus atributos físicos con los pétalos de la más bella flor, esta le atizaba un chorro de agua empapando su saco raído y percudido, incitándolo a marcharse tieso de frío (en invierno), pero con la sonrisa de libertad que tienen los vagabundos. O los niños cuando lo corrían con ramas para pegarle, tradición que pasaba de unos a otros, por años.
El hermano del errante poeta, era el alcalde de la villa, y su perfil de hombre elegante y reconocido, poco tenía que ver con la desfachatez de su pariente cercano.
Entre tertulias, inauguraciones y palmadas de alabanzas, el funcionario fue feliz. Incluso viajando por el país y prometiendo traer “el progreso” en las más humildes chozas de cartón. Mientras las caritas tristes de los habitantes esbozaban esperanza, adornada y efímera por las palabras del gobernante. Que luego se marchaban como siempre en su coche oficial, junto con el político.
Relata la leyenda (que acabo de inventar, sssshhh!!! No le diga a nadie lector/a), que los hermanos eran los únicos que no sabían de su lazo sanguíneo. Todo el pueblo conocía la historia pero nadie se animaba hablar, mas que nada para proteger la imagen del alcalde.
Cierto día, pongámosle el 15 de junio del algún año, se produjo un hecho único en el poblado antes nombrado, los hermanos murieron producto de un ataque al corazón a la misma hora y cruzándose en la esquina de la plaza principal. Cuentan unos testigos del triste evento que antes de caer muertos, los hermanos se miraron e intentaron decirse algo en un idioma indescifrable.
Después hubo ceremonia de despedida para el alcalde, todo el pueblo salió a despedir el cortejo fúnebre, entre aplausos y lágrimas vitorearon su nombre. El otro en cambio, el vagabundo, fue cremado en un horno de panadería abandonado por unos pocos conocidos, -más que nada para que no quede olor a podrido- dijo una vieja.
En un sueño días más tarde, alguien me narró que allá arriba los esperaba alguien con los brazos abiertos, y que saludó a los dos por igual.

Por Agustín D ´Alessandro

viernes, 1 de octubre de 2010

Juancito *

Sábado, diez de la noche y el pequeño termina de lustrar los “Fulvencito” por tercera vez. Mamá cocina ravioles con salsa mientras papá mira deslumbrado sin poder creerlo, el potente cabezazo que el “Pampa” Biaggio estalla en el travesaño que da al riachuelo, en la bombonera. Minutos después el partido termina empatado.

Juancito acomoda por enésima vez el bolsito rojo con todos los menesteres, los botines que de tanto brillo parecen la cara de Mirtha Legrand, piensa con una sonrisa única, las vendas más blancas que cualquier publicidad de jabón líquido, las canilleras, el Átomo desinflamante, y en un bolsillito lateral ubica las ilusiones, que son tantas que casi no entran. Hasta que el cansancio y esas ilusiones de niño, se tienden con el sueño.

Domingo, nueve de la mañana. Una vez en el micro todo es alegría, los chicos emulan a las grandes hinchadas argentinas con cánticos –volveremo volveremo volveremos otra vezzzz…-

Ya en 25 se respira nuevamente el olor a pueblo, árboles que inundan de oxígeno los pulmoncitos de los pequeños que inhalan por a través de la ventanilla abierta del viejo colectivo, Felices y cristalinos de amateurismo.

La charla técnica, que más que charla es la enseñanza de un profe. Los ojitos brillosos de los “infantiles profesionales”, cosquilleo en la panza, y el salir a la cancha a jugar la primer final de sus vidas.

Mucho pelotazo en el primer tiempo, los centrales de ellos sacan todo lo que se cruza, incluso se comenta que el 6 contrario casi cabecea un pájaro.

El segundo tiempo arranca mal, a los diez minutos una pelota en cortada a lo “Canario” Oyhanart en sus primeras épocas de La Lola, el 9 que queda solo y define cruzado, 1 a 0 para ellos.

El tiempo pasa ya van casi treinta, y Juancito sigue firme en el banco mirando al técnico. La cara de pequeño extasiado por las palabras del profe al llegar al estadio, cambia radicalmente a la de resignación y odio. Cuarenta y cinco minutos del segundo tiempo, ya no hay nada que hacer, y el técnico que con un gesto adusto lo llama a Juancito. Tiro libre a 25 o 30 metros –Pegale vos 15- dice.

La pelota no besa el travesaño, sino que como un ave que busca su derrotero queda inerte en la red, pegada por ese instante, para siempre.

Juancito mira el banco mientras levanta sus brazos, posa sus ojos en la figura del entrenador, y con sus manos rodeando sus sienes le dedica un “Topo Giggio”.



* Este relato salió en la edición del lunes 25 de septiembre en la revista local "El Clásico"



Por Agustín D´Alessandro

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