viernes, 10 de septiembre de 2010

Final del miedo

Ni bien cerró la puerta cayó desplomado por el terror, es que aún en su pensamiento la mirada del animal permanecía inmóvil. La traición, la contemplación asesina del felino blanco. Y la respiración agitada, el peligro que cesaba de a poco.
Ya desde pequeño temió a los gatos, además de a las víboras claro. Y ahora que tenía quince años y se sentía más fuerte que “Heman” en muchas oportunidades, no podía contra ese escalofrío que le subía desde los talones hasta la punta de los pelos.
Una vez que el corazón dejó de golpear como un martillo se dirigió a su habitación y permaneció boca abajo en su lecho, hasta que el sueño le ganó la batalla cotidiana.
Ya por la mañana el muchacho se levantó y desayuno como lo hacía todos los días, dos tostadas con mermelada y un café con leche bien caliente. En la escuela no escuchó a los profesores (como siempre), pero en vez de dejarse llevar por obras de teatro fantaseadas en el momento, o charlas imaginarias con personajes muertos, pensó en la mirada asesina del día anterior a las once de la noche afuera de su casa. Pensar en el fin lo apenó. Todavía era tan joven para morir, aparte esa niña del pueblo vecino que lo tenía tan enamorado, y la vida junto a ella y los hijos, y viajar por el mundo. Y sus padres y amigos, además del fútbol y los libros.
Descartó la psicóloga una vez más, no me gusta hablar con otros humanos, prefiero a mis amigos invisibles se dijo. Y así pasó la mañana y retornó a su hogar.
-Qué ricos ñoquis Má- gritó minutos después, y su madre sonrió con su sonrisa de madre.
A la tarde mientras se prestaba a salir a jugar al fútbol con sus amigos, observó que desde la casona abandonada frente a su ventana se podía ver nítidamente al enemigo, con sus patas musculosas ronroneaba frente a un resto de pescado podrido, con la piel blanquecina, hermosa y feroz. Ni bien el gato le clavó los ojos como garras en los suyos, el muchacho comenzó a temblar. Tirado en el piso con un símil ataque de epilepsia estuvo varios minutos, luego se reincorporó.
Salió hacia la calle con la mirada perdida, cruzó de vereda mientras el felino desgarraba las escamas con violencia. Se detuvo a pocos metros, lo repasó con sus ojos devorando el cuerpo del animal con la vista. El gato se paró sobre sus patas erguidas, el pelaje se volvió de acero, y en esa lucha de poder la tierra se abrió como una fruta madura, después de todo esa era zona de sismos frecuentes.



Por Agustín D´Alessandro

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