La pantalla apenas ininteligible entre colores, sinuosas curvas (siempre peco de redundante), flashes, muchísimas más curvas, y monólogos expuestos al aire (en el aire), que pasarán con pena y sin gloria demostrando el valor de la ¿inmediatez? Al menos hasta mañana.
Tomo nuevamente el mágico aparatito que me conduce hacia ficticias realidades, vale aclarar, insospechadas no tantos años atrás. Allí un hombre esbelto con la cabellera libertaria, y actitud tenaz muestra su “conejillo de indias” (esta afirmación no es al azar). Hoy le tocó a Descartes dirá, aquel filosofo que se permitió dudar hasta de Dios, para analizar el porqué de las cosas. Y entre ejemplos mundanos y frases llegadoras (cómo diría José Larralde), aquel valiente intentaría el milagro, que la filosofía se mediatice.
Pero mi mano y mis ansias globales (o globalizadas que es más triste), no permitirían detenerme en ese sub-mundo más que 5 minutos, así el dedo inquisidor siguió su cauce liberal, para desembocar en un raro sonido repetido a escala, cómo si las canciones fueran una sola de infinita duración, cómo si el interprete fuera por ende uno solo, variando la figura, y la contextura, no así la voz que en caso particular era lo que mayormente perturbaba.
Después de un largo rato de que mis sentidos sintieron el frenético clamor tropical (hasta aprender tonos y letras a rabiar), nuevamente las neuronas (con mucho esfuerzo) hicieron sinapsis, y ello se tradujo en que el “fetiche inmaculado”, se decidiera a andar, sin rumbo fijo, por unos instantes navegó entre explosiones visuales, voces, sonidos, risas, llantos…
Y allí la sorpresa fue total, era cómo que el mundo, al menos ese que me tocaba ahora. Se presentaba ante mis ojos (¿parodiado?), paso a explicarles que los personajes eran bien parecidos (qué frase correcta aunque no sepa bien su significado). El escenario se presentaba así. Un puñado de hombres vestidos uniforme y millonariamente. Y del otro lado, a kilómetros del pedestal, cómo siempre la masa también uniforme, pero sin dinero.
Milagros, aceites y promesas vanas, de los primeros juraban mejorar las desdichas, las soledades, y los tormentos de los otros, todo siempre al módico precio que los primeros impusieran. La sociedad reunida, mancomunadamente presentándose ante los dioses terrenales, que oficiando de gobierno, y con el alma límpida de gloria guiaban el ganado hacia el matadero. Justo en ese instante zas!!!! Un bajón de corriente apagó mi tele, sin pensarlo demasiado me levanté impávido, con una sola idea, sí encender nuevamente (y lo más rápido posible) el televisor. En el trayecto a realizar tamaña tarea se interpuso ante mí Rayuela, la novela de Cortázar, la cual de a ratos iba leyendo sin mucho empeño.
Es increíble que una tarde más, logre desafiar a cada persona imponiéndole a pensar en lo que cada quien quiera ser. El diablillo malo, y el bueno se me posaron en cada hombro endulzando mis oídos (respectivamente cada uno el suyo), con placeres, y demás frutas, sin permitir la permanencia de los grises, o esto o aquello me dijeron casi en una sola voz. Dos chasquidos, casi imperceptibles me libraron de esos pequeños inquisidores, y me fui silbando bajito escuchando a Larralde, eso sí en mi nuevo Mp (no se que número).
Por Agustín D´Alessandro 2008
miércoles, 6 de octubre de 2010
lunes, 4 de octubre de 2010
Hay que estar muerto nomás
Dice mi imaginación, que cierta vez en algún lejano poblado de una provincia de cualquier país, existía un hombre tan pero tan solitario que muchas veces se confundía con su propia sombra.
Este personaje se paseaba por las calles recitando frases de amor a las señoras, chistes a los pequeños y arengas a los más pesimistas de los pobladores de aquella región. Sin embargo nadie le prestaba atención, o mejor dicho sí, porque cuando se acercaba a una dama que estaba regando, para comparar sus atributos físicos con los pétalos de la más bella flor, esta le atizaba un chorro de agua empapando su saco raído y percudido, incitándolo a marcharse tieso de frío (en invierno), pero con la sonrisa de libertad que tienen los vagabundos. O los niños cuando lo corrían con ramas para pegarle, tradición que pasaba de unos a otros, por años.
El hermano del errante poeta, era el alcalde de la villa, y su perfil de hombre elegante y reconocido, poco tenía que ver con la desfachatez de su pariente cercano.
Entre tertulias, inauguraciones y palmadas de alabanzas, el funcionario fue feliz. Incluso viajando por el país y prometiendo traer “el progreso” en las más humildes chozas de cartón. Mientras las caritas tristes de los habitantes esbozaban esperanza, adornada y efímera por las palabras del gobernante. Que luego se marchaban como siempre en su coche oficial, junto con el político.
Relata la leyenda (que acabo de inventar, sssshhh!!! No le diga a nadie lector/a), que los hermanos eran los únicos que no sabían de su lazo sanguíneo. Todo el pueblo conocía la historia pero nadie se animaba hablar, mas que nada para proteger la imagen del alcalde.
Cierto día, pongámosle el 15 de junio del algún año, se produjo un hecho único en el poblado antes nombrado, los hermanos murieron producto de un ataque al corazón a la misma hora y cruzándose en la esquina de la plaza principal. Cuentan unos testigos del triste evento que antes de caer muertos, los hermanos se miraron e intentaron decirse algo en un idioma indescifrable.
Después hubo ceremonia de despedida para el alcalde, todo el pueblo salió a despedir el cortejo fúnebre, entre aplausos y lágrimas vitorearon su nombre. El otro en cambio, el vagabundo, fue cremado en un horno de panadería abandonado por unos pocos conocidos, -más que nada para que no quede olor a podrido- dijo una vieja.
En un sueño días más tarde, alguien me narró que allá arriba los esperaba alguien con los brazos abiertos, y que saludó a los dos por igual.
Por Agustín D ´Alessandro
Este personaje se paseaba por las calles recitando frases de amor a las señoras, chistes a los pequeños y arengas a los más pesimistas de los pobladores de aquella región. Sin embargo nadie le prestaba atención, o mejor dicho sí, porque cuando se acercaba a una dama que estaba regando, para comparar sus atributos físicos con los pétalos de la más bella flor, esta le atizaba un chorro de agua empapando su saco raído y percudido, incitándolo a marcharse tieso de frío (en invierno), pero con la sonrisa de libertad que tienen los vagabundos. O los niños cuando lo corrían con ramas para pegarle, tradición que pasaba de unos a otros, por años.
El hermano del errante poeta, era el alcalde de la villa, y su perfil de hombre elegante y reconocido, poco tenía que ver con la desfachatez de su pariente cercano.
Entre tertulias, inauguraciones y palmadas de alabanzas, el funcionario fue feliz. Incluso viajando por el país y prometiendo traer “el progreso” en las más humildes chozas de cartón. Mientras las caritas tristes de los habitantes esbozaban esperanza, adornada y efímera por las palabras del gobernante. Que luego se marchaban como siempre en su coche oficial, junto con el político.
Relata la leyenda (que acabo de inventar, sssshhh!!! No le diga a nadie lector/a), que los hermanos eran los únicos que no sabían de su lazo sanguíneo. Todo el pueblo conocía la historia pero nadie se animaba hablar, mas que nada para proteger la imagen del alcalde.
Cierto día, pongámosle el 15 de junio del algún año, se produjo un hecho único en el poblado antes nombrado, los hermanos murieron producto de un ataque al corazón a la misma hora y cruzándose en la esquina de la plaza principal. Cuentan unos testigos del triste evento que antes de caer muertos, los hermanos se miraron e intentaron decirse algo en un idioma indescifrable.
Después hubo ceremonia de despedida para el alcalde, todo el pueblo salió a despedir el cortejo fúnebre, entre aplausos y lágrimas vitorearon su nombre. El otro en cambio, el vagabundo, fue cremado en un horno de panadería abandonado por unos pocos conocidos, -más que nada para que no quede olor a podrido- dijo una vieja.
En un sueño días más tarde, alguien me narró que allá arriba los esperaba alguien con los brazos abiertos, y que saludó a los dos por igual.
Por Agustín D ´Alessandro
viernes, 1 de octubre de 2010
Juancito *
Sábado, diez de la noche y el pequeño termina de lustrar los “Fulvencito” por tercera vez. Mamá cocina ravioles con salsa mientras papá mira deslumbrado sin poder creerlo, el potente cabezazo que el “Pampa” Biaggio estalla en el travesaño que da al riachuelo, en la bombonera. Minutos después el partido termina empatado.
Juancito acomoda por enésima vez el bolsito rojo con todos los menesteres, los botines que de tanto brillo parecen la cara de Mirtha Legrand, piensa con una sonrisa única, las vendas más blancas que cualquier publicidad de jabón líquido, las canilleras, el Átomo desinflamante, y en un bolsillito lateral ubica las ilusiones, que son tantas que casi no entran. Hasta que el cansancio y esas ilusiones de niño, se tienden con el sueño.
Domingo, nueve de la mañana. Una vez en el micro todo es alegría, los chicos emulan a las grandes hinchadas argentinas con cánticos –volveremo volveremo volveremos otra vezzzz…-
Ya en 25 se respira nuevamente el olor a pueblo, árboles que inundan de oxígeno los pulmoncitos de los pequeños que inhalan por a través de la ventanilla abierta del viejo colectivo, Felices y cristalinos de amateurismo.
La charla técnica, que más que charla es la enseñanza de un profe. Los ojitos brillosos de los “infantiles profesionales”, cosquilleo en la panza, y el salir a la cancha a jugar la primer final de sus vidas.
Mucho pelotazo en el primer tiempo, los centrales de ellos sacan todo lo que se cruza, incluso se comenta que el 6 contrario casi cabecea un pájaro.
El segundo tiempo arranca mal, a los diez minutos una pelota en cortada a lo “Canario” Oyhanart en sus primeras épocas de La Lola, el 9 que queda solo y define cruzado, 1 a 0 para ellos.
El tiempo pasa ya van casi treinta, y Juancito sigue firme en el banco mirando al técnico. La cara de pequeño extasiado por las palabras del profe al llegar al estadio, cambia radicalmente a la de resignación y odio. Cuarenta y cinco minutos del segundo tiempo, ya no hay nada que hacer, y el técnico que con un gesto adusto lo llama a Juancito. Tiro libre a 25 o 30 metros –Pegale vos 15- dice.
La pelota no besa el travesaño, sino que como un ave que busca su derrotero queda inerte en la red, pegada por ese instante, para siempre.
Juancito mira el banco mientras levanta sus brazos, posa sus ojos en la figura del entrenador, y con sus manos rodeando sus sienes le dedica un “Topo Giggio”.
* Este relato salió en la edición del lunes 25 de septiembre en la revista local "El Clásico"
Por Agustín D´Alessandro
Juancito acomoda por enésima vez el bolsito rojo con todos los menesteres, los botines que de tanto brillo parecen la cara de Mirtha Legrand, piensa con una sonrisa única, las vendas más blancas que cualquier publicidad de jabón líquido, las canilleras, el Átomo desinflamante, y en un bolsillito lateral ubica las ilusiones, que son tantas que casi no entran. Hasta que el cansancio y esas ilusiones de niño, se tienden con el sueño.
Domingo, nueve de la mañana. Una vez en el micro todo es alegría, los chicos emulan a las grandes hinchadas argentinas con cánticos –volveremo volveremo volveremos otra vezzzz…-
Ya en 25 se respira nuevamente el olor a pueblo, árboles que inundan de oxígeno los pulmoncitos de los pequeños que inhalan por a través de la ventanilla abierta del viejo colectivo, Felices y cristalinos de amateurismo.
La charla técnica, que más que charla es la enseñanza de un profe. Los ojitos brillosos de los “infantiles profesionales”, cosquilleo en la panza, y el salir a la cancha a jugar la primer final de sus vidas.
Mucho pelotazo en el primer tiempo, los centrales de ellos sacan todo lo que se cruza, incluso se comenta que el 6 contrario casi cabecea un pájaro.
El segundo tiempo arranca mal, a los diez minutos una pelota en cortada a lo “Canario” Oyhanart en sus primeras épocas de La Lola, el 9 que queda solo y define cruzado, 1 a 0 para ellos.
El tiempo pasa ya van casi treinta, y Juancito sigue firme en el banco mirando al técnico. La cara de pequeño extasiado por las palabras del profe al llegar al estadio, cambia radicalmente a la de resignación y odio. Cuarenta y cinco minutos del segundo tiempo, ya no hay nada que hacer, y el técnico que con un gesto adusto lo llama a Juancito. Tiro libre a 25 o 30 metros –Pegale vos 15- dice.
La pelota no besa el travesaño, sino que como un ave que busca su derrotero queda inerte en la red, pegada por ese instante, para siempre.
Juancito mira el banco mientras levanta sus brazos, posa sus ojos en la figura del entrenador, y con sus manos rodeando sus sienes le dedica un “Topo Giggio”.
* Este relato salió en la edición del lunes 25 de septiembre en la revista local "El Clásico"
Por Agustín D´Alessandro
miércoles, 15 de septiembre de 2010
Yo-yo
Mi alma decide abrir la portezuela del cuerpo que la acuna y se sienta a su lado. Lo mira, lo contempla con sus ojos de espíritu y entiende que juntos forman esa unidad sustancial que es mí ser.
Mi cuerpo por su parte, utiliza sus sentidos y la advierte con vista de humano. Observa el aura mágica que la recorre, constituyendo una figura imposible de explicar en palabras, imágenes o representaciones de estas.
Después de permanecer así un tiempo inconmensurable (que sólo ellos conocen). Deciden comunicarse a través de un dialecto significante por símbolos creados para ese único momento. El cuerpo comienza confesando que lo inquieta no saber sobre la veracidad o no de lo que sucederá después de la muerte terrenal.
El alma sin embargo considera que su entidad es trascendental y que la espera en paz por la llegada de lo que llama “otra vida”, no es tema de preocupación alguna, debido a su condición de tal.
Allí el cuerpo interrumpe al “ánima” en su monólogo, acusándole de egoísta, pues claro, el perecerá como perecen todos los elementos capaces de pudrirse en el infierno, piensa.
Seguidamente el alma lo abraza recubriéndolo, celestial, hasta convertirse nuevamente en un módulo existencial, y reflexiona –después de todo, mas hoy que mañana sabemos que estamos vivos-.
Por Agustín D´Alessandro
Mi cuerpo por su parte, utiliza sus sentidos y la advierte con vista de humano. Observa el aura mágica que la recorre, constituyendo una figura imposible de explicar en palabras, imágenes o representaciones de estas.
Después de permanecer así un tiempo inconmensurable (que sólo ellos conocen). Deciden comunicarse a través de un dialecto significante por símbolos creados para ese único momento. El cuerpo comienza confesando que lo inquieta no saber sobre la veracidad o no de lo que sucederá después de la muerte terrenal.
El alma sin embargo considera que su entidad es trascendental y que la espera en paz por la llegada de lo que llama “otra vida”, no es tema de preocupación alguna, debido a su condición de tal.
Allí el cuerpo interrumpe al “ánima” en su monólogo, acusándole de egoísta, pues claro, el perecerá como perecen todos los elementos capaces de pudrirse en el infierno, piensa.
Seguidamente el alma lo abraza recubriéndolo, celestial, hasta convertirse nuevamente en un módulo existencial, y reflexiona –después de todo, mas hoy que mañana sabemos que estamos vivos-.
Por Agustín D´Alessandro
viernes, 10 de septiembre de 2010
Final del miedo
Ni bien cerró la puerta cayó desplomado por el terror, es que aún en su pensamiento la mirada del animal permanecía inmóvil. La traición, la contemplación asesina del felino blanco. Y la respiración agitada, el peligro que cesaba de a poco.
Ya desde pequeño temió a los gatos, además de a las víboras claro. Y ahora que tenía quince años y se sentía más fuerte que “Heman” en muchas oportunidades, no podía contra ese escalofrío que le subía desde los talones hasta la punta de los pelos.
Una vez que el corazón dejó de golpear como un martillo se dirigió a su habitación y permaneció boca abajo en su lecho, hasta que el sueño le ganó la batalla cotidiana.
Ya por la mañana el muchacho se levantó y desayuno como lo hacía todos los días, dos tostadas con mermelada y un café con leche bien caliente. En la escuela no escuchó a los profesores (como siempre), pero en vez de dejarse llevar por obras de teatro fantaseadas en el momento, o charlas imaginarias con personajes muertos, pensó en la mirada asesina del día anterior a las once de la noche afuera de su casa. Pensar en el fin lo apenó. Todavía era tan joven para morir, aparte esa niña del pueblo vecino que lo tenía tan enamorado, y la vida junto a ella y los hijos, y viajar por el mundo. Y sus padres y amigos, además del fútbol y los libros.
Descartó la psicóloga una vez más, no me gusta hablar con otros humanos, prefiero a mis amigos invisibles se dijo. Y así pasó la mañana y retornó a su hogar.
-Qué ricos ñoquis Má- gritó minutos después, y su madre sonrió con su sonrisa de madre.
A la tarde mientras se prestaba a salir a jugar al fútbol con sus amigos, observó que desde la casona abandonada frente a su ventana se podía ver nítidamente al enemigo, con sus patas musculosas ronroneaba frente a un resto de pescado podrido, con la piel blanquecina, hermosa y feroz. Ni bien el gato le clavó los ojos como garras en los suyos, el muchacho comenzó a temblar. Tirado en el piso con un símil ataque de epilepsia estuvo varios minutos, luego se reincorporó.
Salió hacia la calle con la mirada perdida, cruzó de vereda mientras el felino desgarraba las escamas con violencia. Se detuvo a pocos metros, lo repasó con sus ojos devorando el cuerpo del animal con la vista. El gato se paró sobre sus patas erguidas, el pelaje se volvió de acero, y en esa lucha de poder la tierra se abrió como una fruta madura, después de todo esa era zona de sismos frecuentes.
Por Agustín D´Alessandro
Ya desde pequeño temió a los gatos, además de a las víboras claro. Y ahora que tenía quince años y se sentía más fuerte que “Heman” en muchas oportunidades, no podía contra ese escalofrío que le subía desde los talones hasta la punta de los pelos.
Una vez que el corazón dejó de golpear como un martillo se dirigió a su habitación y permaneció boca abajo en su lecho, hasta que el sueño le ganó la batalla cotidiana.
Ya por la mañana el muchacho se levantó y desayuno como lo hacía todos los días, dos tostadas con mermelada y un café con leche bien caliente. En la escuela no escuchó a los profesores (como siempre), pero en vez de dejarse llevar por obras de teatro fantaseadas en el momento, o charlas imaginarias con personajes muertos, pensó en la mirada asesina del día anterior a las once de la noche afuera de su casa. Pensar en el fin lo apenó. Todavía era tan joven para morir, aparte esa niña del pueblo vecino que lo tenía tan enamorado, y la vida junto a ella y los hijos, y viajar por el mundo. Y sus padres y amigos, además del fútbol y los libros.
Descartó la psicóloga una vez más, no me gusta hablar con otros humanos, prefiero a mis amigos invisibles se dijo. Y así pasó la mañana y retornó a su hogar.
-Qué ricos ñoquis Má- gritó minutos después, y su madre sonrió con su sonrisa de madre.
A la tarde mientras se prestaba a salir a jugar al fútbol con sus amigos, observó que desde la casona abandonada frente a su ventana se podía ver nítidamente al enemigo, con sus patas musculosas ronroneaba frente a un resto de pescado podrido, con la piel blanquecina, hermosa y feroz. Ni bien el gato le clavó los ojos como garras en los suyos, el muchacho comenzó a temblar. Tirado en el piso con un símil ataque de epilepsia estuvo varios minutos, luego se reincorporó.
Salió hacia la calle con la mirada perdida, cruzó de vereda mientras el felino desgarraba las escamas con violencia. Se detuvo a pocos metros, lo repasó con sus ojos devorando el cuerpo del animal con la vista. El gato se paró sobre sus patas erguidas, el pelaje se volvió de acero, y en esa lucha de poder la tierra se abrió como una fruta madura, después de todo esa era zona de sismos frecuentes.
Por Agustín D´Alessandro
jueves, 2 de septiembre de 2010
Habráse visto
Lector, no se le ocurra siquiera pensar en “ojear” nuevamente las líneas que aquí exhibo, no es una amenaza, sino que anoche tuve un sueño espantoso donde todo aquel que leía un texto por segunda vez en su vida, se volvía poeta, o intelectual al menos. En ese reino representado mientras descansaba, todos eran inteligentes, no existía ni un solo idiota que se vanagloriara de su calidad de tal.
Los bebés por ejemplo, en vez de aprender a decir mamá como primera palabra, gritaban “bella señora que me acuna entre sus senos de cristal, por favor, déme un sorbo de su dulce elixir blanquecino”. Y las madres sin inmutarse respondían ante la inigualable solicitud. Claro que UD, consumidor de esto ya escrito pensará, si los bebés nunca han leído nada como puede ser que se hayan vuelto eruditos, yo humildemente respondo como dicen las ancianas en aquel pueblo “dicen que viene en los genes, dicen…” Nota: los ancianos hablaban así, el relato es mío y hago lo que quiero ok?, aparte es un sueño…
Otro ejemplo de la excelente expresión del lugar, se daba cuando un vecino pedía a otro un simple terrón de azúcar, interrogando “Las hierbas de mi té necesitarían fundirse con la dulzura de un cubo acaramelado ¿podría cederme uno de los de su tienda humilde gran señor?, a lo cual el segundo asentía “válgame el creador, compañero de tertulias y otras empresas mi tesoro es también el suyo, tómelo”, ofreciéndoselo.
Todo giraba en torno a “las luces” en esa aldea de fantasías, hasta que ocurrió eso otro.
Cierto día llegó al poblado un joven de unos veinte años que lo único que gritaba los cuatro vientos era “fierangas, nadie se copa y me tira un sangu que vengo pateando desde hace rato, ah! y una fresca plisssss, dale…”, lo pobladores fueron saliendo de sus casas, lentamente, caminado con libros en sus manos, con juegos de ingenio los más pequeños. Rodearon al visitante, varios alzaron contra este un pequeño Larousse ilustrado, repitiendo al unísono “vade retro satanás”, a lo cual el muchacho respondió “que limados están estos bonchas”, y me desperté (o se despertó)…
Por Agustín D´Alessandro
Los bebés por ejemplo, en vez de aprender a decir mamá como primera palabra, gritaban “bella señora que me acuna entre sus senos de cristal, por favor, déme un sorbo de su dulce elixir blanquecino”. Y las madres sin inmutarse respondían ante la inigualable solicitud. Claro que UD, consumidor de esto ya escrito pensará, si los bebés nunca han leído nada como puede ser que se hayan vuelto eruditos, yo humildemente respondo como dicen las ancianas en aquel pueblo “dicen que viene en los genes, dicen…” Nota: los ancianos hablaban así, el relato es mío y hago lo que quiero ok?, aparte es un sueño…
Otro ejemplo de la excelente expresión del lugar, se daba cuando un vecino pedía a otro un simple terrón de azúcar, interrogando “Las hierbas de mi té necesitarían fundirse con la dulzura de un cubo acaramelado ¿podría cederme uno de los de su tienda humilde gran señor?, a lo cual el segundo asentía “válgame el creador, compañero de tertulias y otras empresas mi tesoro es también el suyo, tómelo”, ofreciéndoselo.
Todo giraba en torno a “las luces” en esa aldea de fantasías, hasta que ocurrió eso otro.
Cierto día llegó al poblado un joven de unos veinte años que lo único que gritaba los cuatro vientos era “fierangas, nadie se copa y me tira un sangu que vengo pateando desde hace rato, ah! y una fresca plisssss, dale…”, lo pobladores fueron saliendo de sus casas, lentamente, caminado con libros en sus manos, con juegos de ingenio los más pequeños. Rodearon al visitante, varios alzaron contra este un pequeño Larousse ilustrado, repitiendo al unísono “vade retro satanás”, a lo cual el muchacho respondió “que limados están estos bonchas”, y me desperté (o se despertó)…
Por Agustín D´Alessandro
martes, 24 de agosto de 2010
Realidad Ficcional
La tenue luz del velador lo acompaña en su soledad muerta mientras escribe hasta desgarrar las páginas con su pluma. El protagonista entre las hojas despedazadas cobra vida, sale del cuento y el autor ya no sabe bien quién es. Escapando como un duende tras el escritorio el personaje principal de la obra prepara la embestida. –Ya no te pertenezco mediocre narrador, esta vez tu pluma superó lo que eres y así prevalecí a tu imaginación-.
Nervioso el autor cree haberse vuelto loco, va hacia el jardín mira el mismo cielo que ayer y eso lo tranquiliza un instante. Retoma metódicamente el camino hacia la biblioteca paso tras paso, con la mirada perdida entre las amapolas y los ladrillos raídos del cuarto de atrás.
Al entrar, el pequeño protagonista lo observa de soslayo reposando entre un Manual Santillana de 7mo grado, y lo interroga -¿Qué ocurre escriba de cotillón, tienes miedo o piensas que esto es simplemente un sueño?-. Mientras el punzón como un misil ruso teledirigido destroza el cráneo del humano. Risotadas de pequeño diablillo, y el capítulo que se cierra.
Por Agustín D´Alessandro
Nervioso el autor cree haberse vuelto loco, va hacia el jardín mira el mismo cielo que ayer y eso lo tranquiliza un instante. Retoma metódicamente el camino hacia la biblioteca paso tras paso, con la mirada perdida entre las amapolas y los ladrillos raídos del cuarto de atrás.
Al entrar, el pequeño protagonista lo observa de soslayo reposando entre un Manual Santillana de 7mo grado, y lo interroga -¿Qué ocurre escriba de cotillón, tienes miedo o piensas que esto es simplemente un sueño?-. Mientras el punzón como un misil ruso teledirigido destroza el cráneo del humano. Risotadas de pequeño diablillo, y el capítulo que se cierra.
Por Agustín D´Alessandro
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